viernes, 28 de febrero de 2014

LA PERSIANA.- Por Ángel Navas Rodríguez

Con un grito desgarrador, la persiana subió a trompicones, y, como por arte de magia, comenzó a bajarse la tristeza.
Evaristo murió hace ya cinco años. En este mismo cuarto. De viejo. Cuando empezaba a caer la noche, Matilde, hoy su viuda, acostumbraba a bajar las persianas de la casa. Ese día, al anochecer, la oscuridad de todos los días vino, y se quedó.
- Escúchame bien, Matilde –le dijo Pedro, el voluntario-. Quiero que todas las mañanas, en cuanto te levantes de la cama, lo primerito que hagas sea subir las persianas. 
El lamento del atrofiado mecanismo quedó solapado al instante por la invasiva claridad. Era un lugar donde anidaba la melancolía, pero después de tantos años en penumbra, la luz del sol, por fin, entró en la habitación. 
Y el silencio saltó hecho añicos. Matilde, llevándose las manos a las cejas, como si de una visera se tratara, y después de un leve carraspeo, levantó el auricular del teléfono.
- Si, dígame –dijo segura de si misma.
- Buenos días, Matilde –dijo Pedro, el voluntario-. A las once te recojo para ir a pasear.
Cogidos del brazo cruzan la calle y comienzan a caminar. El paso se ralentiza y Pedro, desde su atalaya particular, la mira de reojo.
- Ha sido muy duro perder a Evaristo –dijo Matilde, mirando de soslayo los balcones de su casa-. Creí que era fuerte, que lo aguantaría…
Pedro, el voluntario, sonríe satisfecho y la acaricia con cariño. Matilde acelera el paso. Hace un día precioso. Las persianas permanecen subidas.

Ángel Navas Rodríguez
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