miércoles, 26 de febrero de 2014

EXTRAÑOS.- Por Elisa Natalí Moyano

Aquél día, cuando desperté, abrí los ojos y contemplé la delicadeza de su rostro, su cuello delgado y perfumado con su loción favorita fortalecía mi deseo de acariciarla. En su vientre, latidos presurosos resonaban y la maternidad pulía su cuerpo mientras la envolvían las sábanas.  La vida nos había unido y vivíamos del amor, sin pensar en lo sorprendente que puede ser el destino, que nos somete a pruebas y decide por nosotros.

Aquél día, viajábamos por la carretera hacia el sur cuando sucedió aquello. La rapidez con la que los hierros se deformaban luego del golpe no alcanzaba la velocidad que llevaba mi mente  pensando en proteger lo que más amaba, mi familia. Pero, la brutalidad con la que rodábamos me lo impedía; en ese momento experimenté el sentimiento más devastador. Y cuando el vehículo se detuvo, me encontré cautivo del dolor y el sufrimiento, sin poder moverme.  

Escuché su respiración, de pronto alcancé su mano. Su mano temblaba y aunque había cerrado los ojos, las lágrimas resbalaban por su rostro revelando su estado de máxima sensibilidad, de dolor físico y espiritual que le perforaba y desnudaba el alma. Y ahí estaba la muerte, obligándola a conocer sus propios límites, mientras que el miedo se dilataba en su interior. 

Yo estaba desfalleciendo por la impotencia, hasta que oí la resonancia estridente de sirenas acercándose y voces me hablaban intentando sosegar mi llanto y suplica. Había alguien ahí. Extraños, queriendo librarnos de la agonía, ofreciendo un pedazo de sus vidas, dándonos tiempo.

Ya pasaron tres años, cuando miro a mi hijo, puedo verla a ella también. Pero siempre recordaré con el más profundo sentimiento de gratitud a esos extraños con ojos ahogados porque han visto el gran poder de las fuerzas sin control. 

Elisa Natalí Moyano
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