sábado, 22 de febrero de 2014

DON ANDRÉS.- Por Cala Nevado Cerro

Las palabras de dolor iban y venían y los ronquidos se le escapaban por el  pasillo. Los dígitos rojos de las máquinas conectadas a su brazo  marcaban, ochenta y tres, ochenta y tres… Su cuerpo se vencía de dolor. Le acudió más tos y peor respiración. Llamé por el timbre de la habitación. Más pasos, ruedas del carrito medicinal por el pasillo, y traqueteo de frascos. “Para la fiebre que tome esto,” me dijo la enfermera alargándome unas pastillas y un vaso; “y también unos sorbos de zumo con pajita.”
El sigilo de la sanitaria dejaba tristes lamentos a su espalda cuando me indicaba: “ponle algo de abrigo en las piernas. Si le duele más que se tome esto; te lo dejo. 
¿Eres su hijo? Me preguntó de pasada. No, contesté distraído, soy voluntario. “Se marchó sonriendo. Sonaba la alarma en la habitación de al lado gritándole al silencio. 
Andrés. Bájese el camisón, le dije algo serio. Aquí no hace tanto calor. Contestó algo acerca de picores ¿Qué le pasa? Lo pregunté al ver como se señalaba las piernas. Puse más crema en ellas. Me miró manso, y triste. Qué tal la pomada nueva; lo pregunté varas veces. No contestó. Le daré algo de beber, murmuré acercándome. Fue imposible; era incapaz de incorporarse. Bueno, pues quédese quieto, ya lo intentaremos cuando tenga sed; le dije para relajarlo, y también: Si fuerza la espalda se le van a abrir otra vez los puntos. 
Desde hace dos meses dejé de escuchar, en ese pasillo sin silencio, sus ronquidos,  sus sorbitos de zumo,  y su  pie moviéndose terco y nervioso.

Cala Nevado Cerro
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