martes, 25 de febrero de 2014

INSTINTO.- Por Luis Enrique Sans Ferrero

Aquél era el último. Se había pasado la tarde contándolos y aún así mentalmente tenía dudas de si lo había hecho bien. Llevaba varias semanas en aquél campamento y lo único que debía hacer era contar. Contar y servir comida. La picaresca de aquellos muchachos desposeídos de cualquier bien propio, de cualquier esperanza, era lógica e incluso necesaria. Se volvían a poner en las filas de reparto de alimentos para poder llevarse nuevamente algo a la boca o intercambiar aquella ración extra por algo de abrigo o cualquier objeto que a corto plazo les pudiera interesar. Una sábana, un zapato, una pelota. Aquél pegajoso calor tampoco ayudaba mucho en la tarea. Quería pensar que en otros campamentos estaban en mejor situación pero al instante aquella realidad que tenía delante le golpeaba como un gran mazazo, dejándole claro que no. La situación era la misma o peor en otros campamentos. 

Podría haber elegido pasar las vacaciones con sus amigos. Días de playa, fiestas nocturnas, inolvidables borracheras y quizá algún amor de verano que pudiera retener hasta invierno – lo suyo no era el amor, estaba comprobado–. Pero no, había elegido ayudar. Y sin ganar ni un euro, porque así lo entendía ella. Tampoco lo hubiera aceptado tras ver aquella miseria. Cualquier moneda que pasara por sus manos debía dirigirse hacia ellos, cualquier esfuerzo debía dirigirse hacia ellos. Jornadas de quince horas cargando sacos de comida – pesados sacos de esperanza, los solía llamar ella–, contando bajo un sol abrasador aquellas almas, memorizando caras, heridas, rellenando incesante platos de comida, nada era suficiente. Y cuando molida se tumbaba, venía una niña con una sonrisa que iluminaba su cara. Y ella también sonreía. Y aguantaba impaciente la siguiente jornada.

Luis Enrique Sans Ferrero
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