miércoles, 26 de febrero de 2014

UN MANTO DE ESTRELLAS.- Por Marian Ibáñez Latasa

Estaba decidido. Ese verano participaría en un voluntariado. Así de claro. «Estás loca. ¡Cómo vas a emplear tus días de vacaciones en un campo de misión! ¿No prefieres «tumbarte a la bartola» y descansar bajo el sol?». Algunos amigos y familiares me abordaban con cuestiones  de este tipo. Bien, cada uno invierte su tiempo donde cree conveniente. Por este motivo, me subí al tren de la solidaridad. Mejor dicho, en este caso embarqué en un avión con rumbo a Honduras. 

Cuando llegué a aquel barrio hondureño recibí una fuerte bofetada. Era mi primer acercamiento a un pueblo caribeño y el contraste me impactó de modo brutal. Fue un golpe duro ver la pobreza del enclave. Me costó adaptarme, sin embargo, con el paso del tiempo me sentía más cómoda. Todos tenemos derecho a una educación. Por eso, traté de dar lo mejor de mí y de aportar un pequeño granito de arena. 

Cada noche recogíamos los frutos cosechados durante la jornada. En cierta ocasión subimos a una azotea donde vivimos una velada increíble. Nos tumbamos en el suelo bajo un manto de estrellas. Era el mejor escenario para reflexionar y valorar los momentos que nos ofreció el día. ¿Qué pasaba por mi mente? Una única idea: el reflejo de la luz. Solo me venía a la cabeza el brillo de los ojos de uno de los niños del campamento. Aquel mar de cuerpos celestes del cielo emitía un resplandor tan vivo como la mirada del pequeño. En tal tesitura desemboqué en un legado: «Todos somos estrellas y brillamos con luz propia».

Marian Ibáñez Latasa
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