miércoles, 26 de febrero de 2014

HÉROES.- Por Alberto de Frutos Dávalos

Los veía por la mañana, a la salida del metro: una cuadrilla compuesta por dos chicas y dos chicos que recorrían las calles del centro con alimentos para los sin techo. Algunos seguían durmiendo a esas horas y, cuando al fin se despertaban, abrazaban esos víveres como niños tras la noche de Reyes. Dormían en los soportales del teatro, invisibles para todos, junto al pedestal del héroe, en el corazón de la plaza, o en los pasillos del mismo metro, igual que un séquito famélico que escoltara a las sombras.

Yo me limitaba a observar el ritual de los salvadores y los salvados. No participaba de la entrega de los primeros ni de la gratitud de los últimos. Era solo un testigo. Salía del metro y echaba a andar hacia el instituto, siempre con los minutos contados.

Así hasta que un día me cansé de mirar con los ojos cerrados. Fue algo repentino. Después de tantas mañanas, me di cuenta de que los voluntarios no eran fantasmas de niebla, ni los pobres bultos abandonados a la orilla de las calles.

Me acerqué al grupo. Tenían mi edad. Les pregunté cómo podía ayudar. Y me lo dijeron. Fue así de sencillo. Desde entonces, pongo el despertador una hora antes, recojo los tuppers de comida –mis padres también los preparan, como los padres de mis compañeros– y me siento parte de una corriente de esperanza.

Porque, ¿de qué sirve ser un héroe como el de la plaza, inane y tieso? Yo prefiero ser un héroe de supermercado y pasos de cebra, y que no me recompensen con una placa, sino con la mirada de un niño en la noche de Reyes.

Alberto de Frutos Dávalos
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