viernes, 28 de febrero de 2014

EL DOLOR DE OLINDA.- Por María Cristina Beovide

Cuando el obstetra empezó a maniobrar con decisión en el cuerpo de Olinda la partera  le apretó  fuerte la mano derecha que colgaba al costado de la camilla. Esperó un gesto de dolor, de miedo, para acompañarla, para que supiera que ella entendía su padecimiento. Pero no hubo una sola lágrima ni un ligero humedecimiento en los ojos de la mujer. Se dejaba hacer como si no se tratara de su cuerpo, como si esa carne hinchada y caliente no le perteneciera.

Olinda  sostuvo por algunos segundos una imagen que, como tantas otras veces, vino a  su mente. Aquella primera vez en que el  abuelo Antonio le hizo un juego que le dolió mucho y sangró. “No es para sufrir, mi chiquita, sos mi reina y me gusta jugar con vos, pero sólo con vos ¿sabés?” .

La partera también desandó el tiempo y recordó su ingreso como voluntaria en el Hospital de Niños. Tenía dieciocho años.  En esa tarea aprendió el valor de una caricia, de una palabra, del silencio compartido.

La mano de Olinda seguía  sin moverse,  laxa  en la mano de la partera. Olinda pensó ¿Esta mujer tendrá hijos? Luego la cabeza  se  le fue ordenando  de nuevo con las prioridades del cotidiano. Que sus hijos quedaron con la vecina, que si le alcanzaría la plata que  dejó. Que si se curaría de esta infección. Que si le darían gratis los remedios. 

Cuando la partera,  inclinándose despacito hacia ella, le susurró en el oído una antigua nana, la muchacha se sobresaltó. Sonrió avergonzada y unas cuantas lágrimas se animaron a bajar por su  piel áspera, injustamente áspera.

María Cristina Beovide
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