Cuando el obstetra empezó a maniobrar con decisión en el cuerpo de Olinda la partera le apretó fuerte la mano derecha que colgaba al costado de la camilla. Esperó un gesto de dolor, de miedo, para acompañarla, para que supiera que ella entendía su padecimiento. Pero no hubo una sola lágrima ni un ligero humedecimiento en los ojos de la mujer. Se dejaba hacer como si no se tratara de su cuerpo, como si esa carne hinchada y caliente no le perteneciera.
Olinda sostuvo por algunos segundos una imagen que, como tantas otras veces, vino a su mente. Aquella primera vez en que el abuelo Antonio le hizo un juego que le dolió mucho y sangró. “No es para sufrir, mi chiquita, sos mi reina y me gusta jugar con vos, pero sólo con vos ¿sabés?” .
La partera también desandó el tiempo y recordó su ingreso como voluntaria en el Hospital de Niños. Tenía dieciocho años. En esa tarea aprendió el valor de una caricia, de una palabra, del silencio compartido.
La mano de Olinda seguía sin moverse, laxa en la mano de la partera. Olinda pensó ¿Esta mujer tendrá hijos? Luego la cabeza se le fue ordenando de nuevo con las prioridades del cotidiano. Que sus hijos quedaron con la vecina, que si le alcanzaría la plata que dejó. Que si se curaría de esta infección. Que si le darían gratis los remedios.
Cuando la partera, inclinándose despacito hacia ella, le susurró en el oído una antigua nana, la muchacha se sobresaltó. Sonrió avergonzada y unas cuantas lágrimas se animaron a bajar por su piel áspera, injustamente áspera.
María Cristina Beovide
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