viernes, 28 de febrero de 2014

AMARGO Y DULCE.- Por Sandra Monteverde Ghuisolfi

La doctora Farías llegó a la plantación de cacao después de un larguísimo y fatigoso viaje a través de la jungla nigeriana. Llevaba una gran cantidad de vacunas de las cuales se había provisto en una ONG de la zona. Sabía que en los cacaotales se vive bajo la planta casi, pues el control del crecimiento los árboles debe ser diario, continuo y minucioso. Por tanto, allí mismo encontraría niños que con seguridad jamás fueron vacunados. Virginia Farías llevaba muchos años luchando por la salud y la educación de los niños africanos, pero jamás se imaginó encontrarse un panorama tan pobre y desolador. Contó quince pequeños de ambos sexos, con edades comprendidas entre el año y los diez o doce, que presentaban claros signos de malnutrición. La médica hablaba un poco de cada idioma, por lo que se dirigió personalmente al encuentro del plantador mayor, de quien obtuvo el permiso para inocular a los niños; luego con mucha paciencia les explicó a los más grandes, que la miraban con una mezcla de respeto y fascinación, que sentirían como si los hubiera picado un tábano. Se corrió la voz entre todos y ni uno solo de los pequeños pacientes se quejó ni lloró. Una vez terminada la tarea, la doctora se sentó bajo un enorme árbol a descansar, hidratarse y reponer fuerzas, antes de retomar el camino y volver a Abuya, la capital del país a cientos de kilómetros hacia el sur. Tímidamente los niños se fueron acercando y Virginia repartió el contenido de su mochila entre los pequeños: dos botellines de agua tibia y varias chocolatinas. Los críos cogieron un botellín para repartir entre todos y dedicaron toda su atención al dulce. Mas tarde y aún chupándose los dedos cada uno se acercó a agradecerle que los hubiera convidado con el manjar más exquisito que hubieran probado en sus cortas vidas.

Sandra Monteverde Ghuisolfi
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