sábado, 22 de febrero de 2014

EL BUENO, EL FEO Y EL MALO.- Por Alejandro Cernuda Reyes

Conocí a aquel chico del Tíbet en un campo de refugiados en el norte de Europa. Mediante dibujos logré explicarle las reglas y a su vez él me explicó lo que pudo acerca de su familia. Cuando le pregunté si estaba solo, si alguien más practicaba su religión en aquel lugar. Volvió a sonreír y señaló a un negro enorme que había al fondo del salón. Me acerqué a él y le pregunté si conocía al tibetano. Isrr, así se llama aquel nigeriano, me dijo que habían llegado al campamento el mismo día y en el tren le había mentido al chico para consolarlo. Nos sentamos juntos los tres. Traté de preguntarle al tibetano algo sobre su familia. Él miró mi dibujo y sus ojos se aguaron. Hacía más de cuatro meses que no sabía de ellos, de su abuela y sus dos pequeños hermanos abandonados en algún valle. Comprendí que había cometido un error y traté de no mirarlo, de darle espacio. De repente la mesa se removió y cuando me volví Isrr se había subido a ella y bailaba. El tibetano trataba de esconder su cara contra la pared pero de vez en cuando enseñaba una sonrisa. Era ese momento entre el dolor del recuerdo y la reacción ante lo cómico. Era demasiado joven para elegir en poco tiempo. Los movimientos de Isrr y su baile se hacían cada vez más violentos. La gente miraba y quería en el menor tiempo posible hacer olvidar la nostalgia a nuestro amigo y ni siquiera yo podía elegir entre la risa, mi embarazo por haber propiciado esa situación o el agradecimiento ante el esfuerzo de Isrr. De repente la mesa se aquietó. Al volverme comprendí que me había perdido algo más, Isrr lloraba como una chica en desamor. Yo habría cualquier cosa por llorar con ellos, por ser más que un voluntario en un campo de refugiados.

Alejandro Cernuda Reyes
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