sábado, 1 de marzo de 2014

EL VOLUNTARIADO.- Por María José Tapia Arriaga

Cuando llego aquí, lo primero que me llama la atención es la cantidad de gente que hay. Hay demasiados. Hay muchos niños, con las caras manchadas y los ojos apagados. También están sus abuelos y sus padres, todos con desconfianza clara en los ojos. Me obligo a mi misma a dejar que no me afecte. No vengo a pasarlo mal, sino a ayudarlos. Nuestra monitora nos está dando las últimas explicaciones, lo último que dice es “lo importante es hacerles sonreír, hoy es navidad”. Si es Navidad, ¿Cómo no pueden sentir alegría? Nos bajamos del bus y nos colocamos en fila para cargar con las cajas llenas de comida que les traemos. Uno y dos, uno y dos, todos juntos. Estamos así un rato. La gente se ha solidarizado mucho. Pero ellos siguen sin sonreír. Me fijo en un niño que no tendrá más de cinco años. Tiene el dedo metido en la boca y su camisa le queda demasiado grande, pero lo que más me llama la atención son sus ojos. Tan grandes que lo ven todo. Y no encuentro en ellos lo que se esperaría encontrar en los ojos de un niño. Me gustaría decirles a todos ellos que no pierdan la esperanza. Que si estamos ahí es por algo. Porque aunque no lo crean hay gente, gente ahí fuera que quiere ayudarles, gente buena de verdad. Y me alegra ser una de ellas.

María José Tapia Arriaga
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